Doce del mediodía. Sol justiciero calienta la
chapa de aquel armatoste, filtrándose por el vidrio de los grandes ventanales, siempre cerrados a cal y canto. Unos metros más allá, detrás de mi, un señor de unos sesenta y pocos profiere estruendosos sonidos con su garganta, para expulsar, posteriormente, cualquier sustancia sobre el pavimento. Al otro lado, dos mujeres de mediana edad, salidas recién de la peluquería, perfume asfixiante a laca, intercambiando peripecias sobre una tal "Paqui", pobre la tal Paqui, algo horrible debe haber hecho. Un hombre extremadamente grande, más de cien kilos de peso, ocupa espacio para tres personas, grandes manchas oscuras bajo sus axilas, gotas de sudor discurren por su calva, llegando hasta la papada, filtrándose por entre el cuello de la camisa, repleta de grandes manchas de diversos tamaños y colores. En un asiento próximo, aquel hombre silva distraído, el olor de su fétido aliento me envuelve, giro la cabeza lo máximo posible. Un par de ancianas, carrito de compra en mano, tras la mañana en el mercadillo, grandes cebollas asoman por la abertura de aquel estampado a cuadros, me rozan la pierna, mis ojos se anegan de lágrimas, dada la sensibilidad hacia la hortaliza. Niños que lloran, incesantes, chillidos profundos y agudos, berrean, corretean furiosos por el vehículo, aquella que debe ser la madre apenas grita un "Niños, portáos bien"; de vez en cuando. El conductor, gafas de sol, sostiene el teléfono móvil en la mano izquierda, cigarrillo en la derecha, dirige el volante entre el codo y antebrazo. Acelerones, frenazos constantes, rotondas interminables, volantazos inesperados, desarrollo mi equilibrio, alguien empuja para salir, la puerta no funciona, se atranca, improperios, los niños lloran... Disfrute del viaje.
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